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06 OCT

Linea de Fuego, Arturo Pérez Reverte

"Línea de fuego" la nueva novela de Arturo Pérez Reverte saldrá a la venta el próxima dia 6 de octubre en la editorial Alfaguara.

Por primera vez, después de treinta años de exitosa carrera literaria, Arturo Pérez-Reverte aborda de forma directa, en una espléndida novela, el episodio más trascendental de la historia reciente de España, la Guerra Civil, para contar la memoria de nuestros padres y abuelos, que es nuestra propia historia.

 

Así empieza Línea de fuego

 

Son las 00:15 y no hay luna.

Agachadas en la oscuridad, inmóviles y en silencio, las catorce mujeres de la sección de transmisiones observan el denso desfile de sombras que se dirige a la orilla del río.

No se oye ni una voz, ni un susurro. Sólo el sonido de los pasos, cientos de ellos, en la tierra mojada por el relente nocturno; y a veces, el leve entrechocar metálico de fusiles, bayonetas, cascos de acero y cantimploras.

El discurrir de sombras parece interminable.

Hace más de una hora que la sección permanece en el mismo lugar, al resguardo de la tapia de una casa en ruinas, esperando su turno para ponerse en marcha. Obedientes a las órdenes recibidas, nadie fuma, nadie habla y apenas se mueven.

La soldado más joven tiene diecinueve años y la mayor, cuarenta y tres. Ninguna de ellas lleva fusil ni correaje como las milicianas que tanto gustan a los fotógrafos de la prensa extranjera y ya nunca pisan los frentes de verdad. A estas alturas de la guerra, eso es propaganda y folklore. Las catorce de transmisiones son gente seria: cargan una pistola Tokarev al cinto y, a la espalda, pesadas mochilas con material técnico o gruesas bobinas de cable de teléfono. Todas son voluntarias en buena forma física, disciplinadas, comunistas de militancia y con carnet del partido: operadoras y enlaces de élite formadas en Moscú o por instructores soviéticos en la escuela Vladimir Ilich de Madrid. También son las únicas de su sexo adscritas a la XI Brigada Mixta para el cruce del río. Su misión no es combatir directamente sino asegurar, bajo el fuego enemigo, las comunicaciones en la cabeza de puente que el ejército republicano pretende establecer en el sector de Castellets del Segre.

Dolorida por las cinchas del armazón que lleva a la espalda con una bobina de cien metros de cable telefónico, Patricia Monzón —sus compañeras la llaman Pato— cambia de postura para aliviar el peso en los hombros. Está sentada en el suelo, recostada en su propia carga, contemplando el discurrir de sombras que se dirigen al combate que aún no ha empezado. La humedad de la noche, intensificada por el río cercano, le moja la ropa. Como la bobina y la manta que lleva terciada no dejan espacio para mochila ni macuto —se enviarán con el segundo escalón, les han prometido—, viste un gastado mono de sarga azul con grandes bolsillos llenos de lo imprescindible: paquete de cura individual, una tira cortada de neumático para detener hemorragias, un pañuelo, dos paquetes de Luquis y un chisquero de mecha, documentación personal, el croquis a ciclostil de la zona que les repartió el comisario de la brigada, un par de calcetines y unas bragas de repuesto, tres paños y algodón por si viene la regla, media pastilla de jabón, una de chocolate, una lata de sardinas, un chusco de pan duro, el manual técnico de transmisiones de campaña, un cepillo de dientes, un palito para apretar en la boca durante los bombardeos y una navaja suiza con cachas de asta.

—Estad atentas… Nos vamos en seguida.

El susurro circula entre la sección. Pato Monzón se pasa la lengua por los labios, respira hondo, vuelve a cambiar de postura acomodándose mejor las cinchas en los hombros, y al alzar el rostro para mirar el cielo la borla del gorrillo le roza las cejas. Nunca en su vida había visto tantas estrellas juntas.

Es su primera acción de combate real, pero se beneficia de experiencias ajenas. Lo mismo que la mayor parte de sus compañeras, cuando hace cuarenta y ocho horas supo que su destino estaba al otro lado del Ebro se hizo rapar el pelo por dos razones de importancia: que no se vea de lejos que es mujer, y reducir en los próximos días, poco favorables a la higiene, la posibilidad de que le aniden piojos u otros parásitos. A sus veintisiete años eso le da un aspecto andrógino, de muchacho, acentuado por el gorrillo cuartelero, el mono azul, el cinto de cuero con cantimplora, cartuchera con pistola y dos cargadores, y las botas rusas de clavos recibidas una semana atrás, tan nuevas que aún le hacen ampollas en los talones. Por eso las lleva colgadas del cuello por los cordones, y como casi todas sus compañeras calza alpargatas de suela de esparto atadas con cintas a los tobillos.

—En pie, venga… Ahora nos vamos de verdad. Formad en fila de a una.

—Resoplidos, murmullos, sonido de equipos, roces con las compañeras en la oscuridad al agruparse puestas en pie. Se tocan unas a otras para formar fila a lo largo de la tapia, sin más orden que el azar.

—Andando, y sin hacer ruido —se oye susurrar—. Los fascistas aún no se han enterado de la que les viene encima.

—¿Ya empezaron a cruzar los nuestros?

—Hace rato… Nadadores con bombas de mano y equipo ligero sobre neumáticos de coche hinchados. Los vimos pasar anoche.

—Vaya tíos. Hay que tener valor para remojarse de esa manera, en una noche y un lugar así.

—Pues todavía no se oye nada al otro lado.

—Ésa es buena señal.

—Con tal de que dure hasta que estemos allí…

—Vale ya. Cerrad la boca.

La última orden, malhumorada, proviene de la sargento de milicias Expósito. Reconoce Pato fácilmente su voz entre las otras: ronca, cortante, con malas pulgas. Se trata de una comunista seca y dura, de la primera hora. La de más graduación y edad de la sección. Estuvo en el asalto al Cuartel de la Montaña y en la defensa de Madrid y luego se formó durante un mes en la Unión Soviética. Viuda de un sindicalista muerto en Somosierra en julio del 36.

—¿Aún estamos lejos del río? —pregunta alguien.

—Que os calléis, coño.

Caminan en la oscuridad procurando no tropezar, pegada cada una a la compañera que la precede. La única luz es la de las estrellas que sobre sus cabezas cuajan la noche.

 

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