Una novela sobre el tiempo y la memoria, como la presentó Pere Gimferrer. El tiempo y la tergiversación unas veces inconsciente y otras, las más, deliberada habían distorsionado los trágicos sucesos de 1877, que los habitantes de Mequinensa se transmitían oralmente de generación en generación con un sentimiento de vergüenza y de culpa. Los puntos oscuros, las versiones contradictorias de aquel cruento acto de bandolerismo hacían poco menos que imposible la reconstrucción del mismo. Hace unos años, sin embargo, el hallazgo fortuito (tan casual que parece inventado) de un manuscrito (que no es en modo alguno otro recurso literario, aunque también lo parezca) cambió las cosas.Obra de un escribano del juzgado de Caspe que participó personalmente en la instrucción del caso, la relación proporcionaba la base documental donde apoyar sólidamente una reconstrucción novelada. Sin embargo, la idea del libro, acogida con expectación, también produjo cierta inquietud, despertó recelos y levantó polémica. Más de un siglo después, las viejas infamias las de los malhechores y las de la justicia se revelaron aún vivas en una estremecida memoria colectiva. El escritor se convirtió en el destinatario de mensajes de todo tipo, pero siempre confidenciales: desde los que le aportaban información insospechada, mantenida hasta entonces en secreto en el seno familiar, hasta los que lo conminaban a renunciar a su proyecto en aras del buen nombre de la población. Las antiguas pasiones cobraban virulencia. Porque, en el fondo, el crimen del camino de Caspe y sus secuelas fueron, y siguen siendo, mucho más que un tema sangriento para un romance de ciego.